miércoles, noviembre 18, 2009

Naufragios como remedio

 De Alejandro Paez

Ella piensa que
después del naufragio principal cada uno de los siguientes la acerca más a la orilla.
Y convencida de sí,
huye de cualquier señal que la conduzca a enterarse de que, uno a uno, los naufragios subsiguientes la han mandado más adentro en el mar.

Ella cree
que es posible escapar del sino de los abandonados si recurre a la vieja fórmula de los piratas: beber; ganarse la comida del día y beberse la noche con ron; dejarlo todo por un rato y a la mañana retomar las tareas del Sísifo interior: hundir su barco, el siguiente.

Ella no
tiene cabeza para reparar mastines y velas. Mejor hace de las astillas su esperanza, porque se ha vuelto especialista en construir, de los restos de cada hundimiento, un nuevo velero que la lleve a otro naufragio.
Y confía en que ese que viene la arrime a tierra, y no: la conduce mar adentro.

Mar adentro, para mi fortuna –y no sé si la de ella–, naufrago yo.


La primera vez que se le vio naufragar, flotaba abrazada de un amarre de cajas, cada una marcada así: “Frágil”. Pero no le duraron una tormenta, aunque ella quisiera. Esas cajas, las “Frágil”, no estaban para resistir a alguien; todo lo contrario, eran para garantizar el hundimiento, su hundimiento.

Ella piensa
que es posible sacudir el mar. Cree que cada barco que hunde conmueve las entrañas del Enorme Extraordinario. Deliberadamente instalada en el engaño, cierra los ojos para no contar las astillas que le van quedando, cada vez menos. No se rinde aún frente a las señales que le dicen que muy pronto quedará sin posibilidades de maniobra y vulnerable, mar adentro de su propio corazón.
Y mar adentro, para mi fortuna –y no sé si la de ella–, navego yo.
Mar adentro estamos muchos, los tantos que naufragan. Imposibilitados, nos resignamos a hundirnos; o mandamos luces de bengala (que nadie ve porque nos hemos alejado de la playa); o sacamos fuerzas para rehacer barcos que de inmediato hundimos; o somos de los pocos afortunados que ven a lo lejos una luz oscura: la luz del otro.

(Me hago ilusiones: De sus pómulos obtengo el coraje; de sus alergias, que no conoce, construyo un timón; de su cabello negro rehago un casco, y proa y popa las saco de repetir su nombre. Junto mis astillas con las de ella, restos de incontables naufragios, y me nombro capitán de un barco al que –ella no sabe– ya se ha subido. Piensa que después del naufragio principal cada uno de los siguientes la acerca más a la orilla, y me engaño creyendo que esa orilla soy yo, a pesar de que estoy mar adentro, muy mar adentro, tan mar adentro que se me han acabado las astillas y grito por mi propia salvación.)

Ella cree
que es posible escapar, pero delira: en su fiebre no se da cuenta de que duerme, ahora, en el camarote de un buen capitán de barco que nació en el desierto. Ese capitán soy yo.
Ella es especialista
en los hundimientos, pienso ahora que la veo dormida. Ata y desata amarras y velas. Sube y baja banderines de auxilio y de pirata para causarle desconciertos al mar. Entonces una ola cualquiera le cumple el deseo. Nos hundimos con ella. Nos vamos más adentro en el mar.
Y mar adentro, para mi fortuna –y no sé si la de ella–, yo quiero seguir.